Año 2013. La editorial británica OrionBooks recibe, entre los muchos manuscritos que los autores le envían, una historia policíaca escrita por un desconocido Robert Galbraith. Tras realizar la pertinente valoración editorial, esta decide rechazar el manuscrito. Imaginad la cara de los editores de dicha casa cuando, en julio de ese año, se desveló que el tal Galbraith no era más que un seudónimo de una de las autoras más vendidas de la historia de la literatura: J.K. Rowling, creadora de la saga de Harry Potter. Sobre todo porque, cuando se descubrió el secreto, las paupérrimas ventas de “The Cuckoo’s Calling” (que hasta el momento había vendido poco más de mil ejemplares, muy poco para el mercado anglosajón) aumentaron más de un 500.000 %. Supongo que OrionBooks debió pensar lo mismo que la discográfica que rechazó a los Beatles, Decca Records.
En esta serie de artículos hablaré de los seudónimos en el mundo literario. ¿Qué motivos llevan a un autor a esconderse tras un nombre falso? ¿Qué beneficios y desventajas aporta esta decisión? ¿Es esta una práctica habitual hoy en día?
En primer lugar, es conveniente aclarar que existen tantas razones para tomar esta postura como autores. Sin embargo, me detendré en las más obvias y características.
·Un nombre con gancho. Todos sabemos que el primer escollo para convencer a un lector se halla en la portada de un libro. Y también en el título de la obra, que aparecerá en dicha cubierta. Pero, ¿y qué hay del nombre del autor? Hay escritores que han visto en su nombre un inconveniente a la hora de venderse. Era algo que ocurría mucho en otras épocas, pues afortunadamente hoy en día los nombres son, digamos, menos estrambóticos. Resulta comprensible: ¿Quien no buscaría una alternativa a un nombre como Neftalí Ricardo Reyes o Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga? ¿No suena mejor, respectivamente, Pablo Neruda y Gabriela Mistral? Es más sencillo que un lector guarde en la memoria un nombre como Mark Twain que el de Samuel Langhorne Clemens.
·En busca del prestigio anglosajón. Afortunadamente, parece que las cosas empiezan a cambiar. Hoy en día el fantástico español, aunque sigue siendo un género minoritario en cuanto a ventas, ha perdido antiguos temores y ganado un saludable orgullo propio. Como decía en el artículo “La literatura nacional es una mierda”, tenemos una plantilla de autores excelentes en nuestro país. Gente como Jesús Cañadas, Emilio Bueso, Concepción Perea, Darío Vilas o Javier Negrete.
Sin embargo, hace unas décadas no era así. Todo lo que venía de fuera parecía que era mejor (todavía se mantiene en parte este prejuicio), sobre todo cuando se tenía que competir con escritores de la envergadura de Asimov, Clarke, Alex Raymond, Robert Heinlein o Tolkien. La escasa tradición por parte de nuestra literatura en este tipo de géneros hacía que los lectores valoraran mejor las novelas llegadas del mundo literario anglosajón. Aquello implicaba que las editoriales fueran reacias a publicar autores españoles de fantasía (en todas sus vertientes).
Fue la época dorada de los seudónimos en nuestra literatura. Autores patrios elegían nombres con estilo británico o americano con la esperanza de llegar al público, muchos de ellos bajo el amparo de los seriales de estilo pulp tan de moda de la época. El genial Domingo Santos (que a su vez ya es heterónimo de su verdadero nombre, Pedro Domingo Mutiñó) se hizo llamar Peter Danger y Peter Dean; Tras Curtis Garland estaba Juan Gallardo Muñoz, y la máscara de Lem Ryan oculta a Francisco Javier Miguel Gómez del mismo modo que al otro lado de Silver Kane se hallaba Francisco González Ledesma, quien recientemente nos ha dejado. El decano de la ciencia ficción española, Pascual Enguídanos (autor de la mítica «Saga de los Aznar»), firmó más de noventa novelas con seudónimos como los de Van S. Smith o George H. White. Más recientemente, el también valenciano David Mateo publicó sus primeras obras como Tobias Grumm.
En el siguiente artículo, abordaremos otras motivaciones para justificar el uso de un seudónimo por parte del autor.
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