En la anterior parte de esta serie de artículos expusimos dos de los motivos más conocidos por los que un autor decide adoptar un seudónimo para publicar o presentar su obra. Sin embargo, hay muchos más, y como vimos al hablar de los nombres anglosajones, muchos de ellos están basados en prejuicios de todo tipo. Algunos incluso creados por el propio autor.
·Saltándose los prejuicios sociales. Hubo un tiempo en que la literatura era algo reservado exclusivamente a los hombres. Las mujeres que deseaban escribir y sobre todo publicar se encontraban con una sociedad machista que las ninguneaba y les ponía todo tipo de dificultades en su labor creativa. Jane Austen, Rosalía de Castro o Virginia Woolf tuvieron que pasar penurias para dar a conocer sus magníficas obras. El caso más llamativo fue el de las hermanas Brontë, que firmaron sus obras con seudónimos masculinos: Charlotte se hizo llamar Currer Bell, Emily firmó “Cumbres borrascosas” con el nombre de Ellis Bell, mientras que la más joven, Anne, utilizó el seudónimo de Acton Bell.
E incluso hoy en día existe cierto desequilibrio, sobre todo en según qué generos: el terror y el fantástico en general suele ser coto mayoritario de los varones, aunque por contra, el romántico parece reservado exclusivamente para las mujeres. Ante estas circunstancias, impulsadas tanto por el mercado editorial como por los propios lectores de manera inconsciente, no es extraño que algunos autores utilicen seudónimos femeninos o masculinos, según lo aconseje la naturaleza de sus obras.
·Separación de estilos o géneros. Hay dos tipos de escritores: aquellos que centran toda su obra en un género específico; y aquellos que pasamos por varios. Este último caso puede suponer un inconveniente: ciertos lectores, e incluso la crítica, no ve con buenos ojos según qué géneros. El fantástico, el romántico juvenil, el erótico, tradicionalmente han sido vistos como “géneros menores” y “poco serios”. En base a estos prejuicios, el escritor puede preferir no arriesgarse a manchar su imagen de autor ante sus seguidores más conservadores, optando por un seudónimo.
O simplemente se trata de crear un alias para diferenciar obras, sin ánimo de esconder la identidad. Es el caso por ejemplo del autor Pablo García Naranjo, quien según cuenta «publico también con seudónimo por gusto principalmente y por conveniencia comercial. Mi segunda novela, “El hombre spam”, se ha editado bajo el pseudónimo de Talbot Torrance porque me gustaba asociar una historia de ciencia ficción a un nombre como ese. Desvincularlo de mi otra producción. Un alter ego que sirve para trasmitir mis historias en ese género.»
·Tierra de por medio. Como siempre digo, el “oficio” de escritor es una carrera de fondo donde el autor no deja de aprender. Los primeros pasos son titubeantes y faltos de profesionalidad y, por qué no decirlo, de calidad literaria. Esas obras iniciales, en la mayoría de los casos, no merecen ser publicadas, y normalmente no lo serán. ¿Pero y si a pesar de ello nos empeñamos en que tal vez sí resulten interesantes para los lectores?
Es lo que pensó Stephen King, en los años 70, cuando se obcecó en publicar algunas de sus primeras obras escritas a pesar de que él mismo reconocía que no tenían una calidad digna. Su editor le ofreció la solución: que los firmara bajo un nombre falso. El elegido fue Richard Bachman, figura ficticia alrededor de la cual King creó una identidad más profunda de lo que uno esperaría, con una personalidad ajena al rey del terror y que daría para un profundo análisis. Hasta el punto en que en 1985 lo “mató” de cáncer, cuando el pastel se descubrió (King fue descuidado en las dedicatorias y notas de autor). Por supuesto, ante el reclamo publicitario, convenientemente han quedado manuscritos inéditos de Bachman para una futura publicación.
Hasta aquí el segundo artículo. La semana que viene incidiremos en otros motivos para elegir un seudónimo, alguno de ellos no solo respetable, sino admirable.