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El hombre de mimbre

En demasiadas ocasiones la inventiva del ser humano ha derivado hacia direcciones realmente escabrosas. Antiguas culturas alcanzaron cotas horribles de creatividad e ingenio traducidas en torturas a cada cuál más aberrante.

Una de ellas la descubrí durante el proceso de documentación de mi tercera  novela «Leones de Aníbal». Mientras recogía información sobre la sociedad de los galos, por cuya región transcurre parte del famoso viaje del líder cartaginés Aníbal Barca, descubrí una terrible costumbre que no dudé en incorporar a la novela: El hombre de mimbre. ¿En qué consiste esta práctica? Os lo explico en este artículo.

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Ilustración del siglo 18 del hombre de mimbre.

El hombre de mimbre es una colosal estructura confeccionada con ramas y paja que simulaba una figura humana, una jaula antropomórfica sobre una base afianzada por troncos donde eran encerrados los condenados para prenderles fuego, ahorrando así tiempo, ya que en cada uno de estos gigantes cabían varías personas en función de su tamaño.

Esta odiosa práctica hunde sus orígenes en tierras celtas muy anteriores a Cristo, y fue mencionada por Estrabón y, sobre todo, Julio César, cuya descripción del rito en su obra La guerra de las Galias es a día de hoy la más detallada.

«Toda la nación de los galos es supersticiosa en extremo; y por esta causa los que padecen enfermedades graves, y se hallan en batallas y peligros, o sacrifican hombres, o hacen voto de sacrificarlos, para cuyos sacrificios se valen del ministerio de los druidas, persuadidos de que no se puede aplacar la ira de los dioses inmortales en orden a la conservación de la vida de un hombre si no se hace ofrenda de la vida de otro; y por pública ley tienen ordenados sacrificios de esta misma especie. Otros forman de mimbres entretejidos ídolos colosales, cuyos huecos llenan de hombres vivos, y pegando fuego a los mimbres, rodeados ellos de las llamas rinden el alma. En su estimación los sacrificios de ladrones, salteadores y otros delincuentes son los más gratos a los dioses, si bien a falta de ésos no reparan en sacrificar los inocentes».

Teniendo en cuenta que los druidas celtas ejercían las funciones de jueces, este rito podría interpretarse en un tono realista como un ajusticiamiento por «silla eléctrica» antiguo, rodeado por un siempre efectivo misticismo. O, quizás sí fuera un ritual puramente religioso, que buscara el favor de un dios Taranis siempre hambriento de dádivas. Es difícil saberlo, pues apenas hay menciones a esta ceremonia en aquellos tiempos tan remotos.

Sea cual fuere su intencionalidad, resulta una práctica aborrecible según nuestros esquemas actuales, qué duda cabe. En un ejercicio de reconstrucción literaria, en las páginas de «Leones de Aníbal» imaginé cómo pudo ser aquel ritual:

«Una vez afianzado el monigote, los mismos asistentes condujeron a un grupo de individuos, que luego sabría que se trataba de criminales galos. Marchaban como aletargados, sumidos en la ebriedad del alcohol o quien sabe qué sustancias, pues no se resistían un ápice. Cuando empezaron a introducir entre los huecos del gigante al trío de condenados, utilizando escaleras para alcanzar la parte superior, Tabnit tuvo una idea clara de lo que pretendían los druidas. (…) Todo dicho, el druida prendió fuego al montón de leña. Las llamas, animadas con aceite, ardieron rápido. La columna de humo se elevó, provocando pronto fuertes ataques de tos por parte de los sacrificados. Un pensamiento piadoso hizo desear a Tabnit que murieran asfixiados. Al menos de ese modo se ahorrarían el sufrimiento de arder vivos».

Es de suponer que durante la ceremonia el druida se dirigiría a los dioses, demandando su beneplácito para el fin que hubiera sido convocada la celebración. Mientras tanto, las llamas empezarían a calcinar a los desgraciados situados en la parte inferior de la jaula. El druida, acompañado de los asistentes al sacrificio, alzaría su voz en un canto enfrentado a los angustiosos lamentos de los ajusticiados que se abrasaban en una lenta agonía, mientras su carne se desprendía de los huesos. Entre tanto, los de la parte superior no sufrirían menos: la inhalación del humo los cocería por dentro antes de asfixiarlos definitivamente. Hasta que, al fin, el gigantesco ídolo quedaría convertido en una lengua de fuego, justo antes de desmoronarse en un alud de chispas y brasas.

Hasta qué punto este ritual es verídico y no una más de las mentiras de la propaganda romana para hacer pasar a los galos por bárbaros, no queda claro. Los historiadores actuales se inclinan a pensar que fue un ejercicio de desprestigio por parte de César, o de asentamiento de una superioridad cultural que excusaba sus campañas de conquista en pos de llevar la civilización a los pueblos salvajes. Pero los rituales de sacrificio con víctimas humanas están probados en muchas culturas antiguas, y existen evidencias arqueológicas más o menos fiables de ello entre la sociedad gala de la edad del hierro. Así que a nadie debería extrañarle que esta práctica en concreto fuese real bajo un concepto místico-religioso-jurídico no muy alejado de la pena de muerte que, desgraciadamente, todavía sobrevive en nuestra sociedad actual.

De hecho, el hombre de mimbre es un ritual que todavía se practica hoy en día, aunque obviamente se trata de ceremonias sin el elemento del sacrificio humano, enclavadas en celebraciones neopaganas. Incluso existe una película de culto llamada de ese modo, o un festival musical con ese nombre.

Fuentes:

http://www.grupohiberus.es/biblioteca/marco2.pdf

http://revistas.ucm.es/index.php/ILUR/article/download/ILUR9797110286A/27009

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Un comentario en “El hombre de mimbre

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