Corren tiempos extraños en el mundo literario. Nuevos formatos y posibilidades han saltado a la palestra, cambiando muchas de las reglas del juego. Esos escritores que antes no veían una salida tradicional a sus manuscritos se encuentran con puertas abiertas que les dirigen por caminos distintos a los acostumbrados. Todo el mundo puede ahora publicar, nunca en toda la Historia había sido más fácil. Un arma de doble filo para el lector que empieza a afectar a personajes fundamentales. Y el editor es aquel a quien los dedos señalan como culpable de todos los males habidos y por haber. La imagen del editor parece que deriva hacia la de un individuo que se aprovecha de sus autores, pagándoles una miseria, para luego poco menos que estafar a los lectores con libros carísimos con los que se enriquece sin dar un palo al agua. Pero ya hemos visto en la serie de artículos “¿Son caros los libros?” que esto no es así (y quien todavía crea lo contrario solo tiene que fundar una nueva editorial). Hoy pretendo analizar un poco más a fondo la figura del editor tradicional.
Bueno sería primero definir qué es exactamente la edición. Se trata del proceso de poner a punto y adaptar un texto literario (llamado manuscrito), autoría de un escritor, a un soporte gracias al cuál pueda ser difundido, generalmente para su comercialización. El editor, por tanto, es el productor, el encargado de supervisar todas las tareas requeridas para que la obra original llegue al lector en unas condiciones dignas. Una labor antaño delicada, casi de cirujano, pero que, siendo justos, se ha mercantilizado acorde a los tiempos que vivimos. Pero centrémonos en describir el modus operandi ideal de esta profesión.
La primera tarea del editor es valorar el manuscrito inicial para saber si, bajo su en principio experto punto de vista, dicha obra puede interesar a un público suficientemente amplio para que invertir en ella resulte beneficioso. Para ello tendrá en cuenta varios factores, como la calidad literaria propiamente dicha de la obra, si la temática puede tener aceptación (las modas condicionan en muchas ocasiones lo que se publica) y si su producción es factible en término de costos. Además, algunas editoriales tienen en cuenta el género de la historia y si este coincide con su catálogo. Hay casas editoriales que solo producen novelas de terror, de ciencia ficción, narrativa contemporánea, novela histórica o ensayos de diversa índole. Para ello el editor puede contar con la colaboración de los llamados lectores editoriales, muy comunes sobre todo en las grandes casas, no tanto en las pequeñas. Tengamos una cosa clara: una editorial recibe cientos de manuscritos al mes. El editor y sus colaboradores deben elegir entre todos ellos, generalmente trabajos de autores desconocidos en busca de una oportunidad, y descartar a la mayoría. Cuando un autor que ha escrito su primera novela recibe un rechazo (o varios), y por ello empieza a despotricar contra las editoriales, debería tener en cuenta este aspecto. Nadie es perfecto, que se lo digan a Decca Records, la discográfica que rechazó a los Beatles.
Una vez aceptado el manuscrito y acordada su publicación mediante contrato con el autor, el editor tendrá que encargarse del proceso de producción propiamente dicho, esto es, vestir ese esqueleto inicial y darle la forma adecuada: convertirlo en libro. Para ello coordinará a un grupo de especialistas para que pulan cada aspecto mejorable: el corrector ortotipográfico se encargará de erradicar cualquier falta que se le haya escapado al autor, así como el corrector de estilo (que generalmente coincide con el anterior) cuidará que la narración cumpla las mínimas normas de estructura gramatical y normalización lingüistica propias del idioma (eliminar redunancias, cuidar las concordancias, etc…); el editor también tendrá que encargar la traducción de la obra si esta ha llegado a sus manos en otro idioma; y habrá de contratar a un maquetador para que adapte el texto al formato físico o digital en que saldrá publicado. En paralelo, un ilustrador o diseñador de portadas realizará la imagen de cubierta, uno de los pilares a la hora de captar compradores. La obra, después de las galeradas que revisará el autor, quedará lista para ser enviada a la imprenta, la cual realizará una primera tirada. De todos estos eslabones hablaré en futuros artículos.
Pero las labores del editor no terminan cuando el libro es ya una realidad física. Los ejemplares deben llegar a las librerías, y para ello la editorial tendrá que alcanzar un acuerdo con una distribuidora (o varias), que se encargarán de la logística: transportar los ejemplares a las tiendas y realizar las devoluciones de los que no se hayan vendido. Estos procesos deben ser vigilados de cerca por el editor para asegurar su cumplimiento, quien además tendrá que preocuparse de promocionar la obra en pos de incentivar las ventas: difundirla a través de medios de comunicación, realizar presentaciones y firmas de libros con el autor, acudir a ferias del libro y tertulias literarias, etc… Ahora bien, aquí convendría realizar un apunte de sinceridad: hoy en día cada vez es más difícil encontrar una editorial que realice el marketing de una obra a un nivel decente. Las malas ventas y los escasos beneficios han llevado a que los editores dejen gradualmente la promoción en manos de los autores, generalmente noveles o con poco recorrido, lo que implica un empobrecimiento de la difusión por motivos obvios. Las inversiones en este aspecto se reservan para los grandes superventas quienes, en mi opinión, no lo necesitan, ya que tienen una fiel pléyade de seguidores. Pero esta es una reflexión personal.
Siguiendo con el proceso lógico, la siguiente tarea del editor será recabar las ventas y, transcurrido el plazo plasmado en el contrato, pagar al autor sus regalías, esto es, el tanto por ciento de las ventas que le corresponde por las ventas. En caso de que estas hubiesen sido un éxito, la editorial se plantearía una reedición, lo que obviamente no implicaría repetir todo el proceso por completo, dado que las tareas básicas de edición ya estarían realizadas. Pero si los libros no se venden, el editor tendrá que asumir las pérdidas como cualquier otro creador de productos.
Después de leer esto, debería quedar bastante claro que un editor no es un señor que simplemente se sienta en su despacho y decide a quién publica en función de criterios arbitrarios. Como vimos anteriormente, todas las indispensables tareas mencionadas tienen un precio considerable. Este debe ser abordado por la editorial, lo que supone una inversión de riesgo a tener muy en cuenta. Dicho de otro modo, el editor se juega su dinero (o el de la editorial, ya que especialmente en los grandes grupos el editor no es el dueño de estos, sino un empleado más), mientras que el autor solo arriesga la potestad de utilizar libremente su obra durante un tiempo determinado, porque en todo momento será dueño de los derechos de su obra. ¿Realmente resulta creíble que alguien que arriesga su capital lo hará a la ligera, basándose por ejemplo en peticiones de terceros que pretenden enchufar a su protegido? (Esta es una de las frases más utilizadas por los rechazados por una editorial: «para publicar tienes que tener un padrino»). Tal vez algún irresponsable lo haga, pero durará poco en el negocio. El buen editor debe creer en la obra a todos los niveles, sobre todo en el comercial.

Sin editores como Barral, probablemente jamás habríamos conocido a autores como Cortázar o Vargas Llosa.
Porque, como en todo negocio, está obligado a buscar beneficios. Pero la realidad nos dice que estos no son fáciles de alcanzar. Conozco a editores que han hipotecado su patrimonio para abrir su pequeña editorial o mantenerla en tiempos de vacas flacas. Sé de otros (más de los que me gustaría) que no ganan para subsistir y tienen que pluriemplearse o simplemente cerrar. A otros les va relativamente bien, pero a costa de un esfuerzo constante y muchísimas horas de trabajo y sinsabores. Pondré un ejemplo de lo que para mí es compromiso por parte de un editor: cuando publiqué mi segunda novela, «Legados», mi editor insistió en acudir a mi sesión de firmas en la Feria del Libro de Madrid (a pesar de que él no es de la ciudad) y estar a mi lado durante las dos horas que duró la firma. Y sin que yo se lo pidiera.
Cierto, no todos los editores se comportan así. Otros son más fríos y se limitan a lo que marca el contrato. Algunos incluso tienen una mentalidad menos romántica y se apuntan a las modas, contribuyendo a un debilitamiento literario marcado por una sociedad que parece cada vez más inclinada a buscar lo rápido y lo fácil (si es que no ha sido así siempre, en el fondo). Pero incluso esta última actitud, por mucho que nos duela a quienes nos consideramos escritores enconados, es respetable, pues al fin y al cabo es su dinero el que arriesgan (siempre y cuando no ejerzan mala praxis).
En mi opinión, el lector debería cambiar su visión de las editoriales y dejar de verlas como enemigos, cuando en realidad son su mejor aliado. Son quienes le ofrecen la oportunidad de acceder a obras que, de otro modo, jamás saldrían del ordenador del escritor. Ahora, con la autopublicación digital, esta premisa está cambiando, y las editoriales harían bien en tomar nota y empezar un proceso de reinvención y adaptación a los nuevos modelos (algunas ya están comenzando). Eso sí, respetando la esencia de la figura del editor (del buen editor, se entiende), quien siempre se me antojará imprescindible. «Larga vida a los editores», dijo Mario Vargas Llosa al recibir el Premio Antonio de Sancha el año pasado. Dejadme que lo imite tal vez en lo único que sea capaz: Larga vida a los editores.
Pero esta serie de artículos pretende mostrar todas las facetas relacionadas con el mundo literario, sin ocultaciones. Así que en la próxima entrada hablaré de aquellas «editoriales» que no merecen llamarse de tal modo, con un reportaje centrado en las estafas y malas prácticas del sector.